24.6.08

tarea fina perdida en su soledad

Estaban acobardadas tras las rejas, parecían conejitos blancos en una jaula en un rincón de la cocina, resguardadas del frío una pegada a la otra.
Pero ese cuartucho de dos por dos no tenía los azulejos con flores, jarros y algún que otro choclo que tienen los azulejos de las cocinas, ni las cortinas blancas con cuadritos y montones de volados recogidas a un costado y lo mas importante, no tenía una ventana con postigos de madera desde la cuál ver un parque con árboles a lo largo un domingo a la hora del desayuno.
Ese cuartucho tenía las paredes negras de lo que parecían hongos de humedad y ahi estaban las hormiguitas bañadas en azúcar impalpable y encerradas en una cajita de fósforos envuelta en un trozo de mosquitero, listas para decorar la torta de chocolate para Amalia en su cumpleaños número setenta y ocho.
El biscochuelo crecía en el horno a cuarenta grados y él estaba derritiendo el chocolate. De tanto en tanto le daba por espiar a las hormiguitas. Se acercaba a la caja con sus ojos pícaros y los cerraba como tratando de afinar la vista y cuando encontraba sus ojos asustados se quedaba unos minutos mirando a cada una. Eran ocho.
Había planificado matar a Amalia hacia tiempo, pero por alguna razón nunca encontraba la oportunidad de hacerlo. Hasta que se le ocurrió que la vieja podía morirse en su cumpleaños, ya tenía bastantes años, pocos parientes y un grueso de billetes envueltos en ovillos de lana abajo del colchón. Que vieja astuta, no se le escapaba una. Los tenía contados y separados por color. Sabía cuanto había en cada uno.
Cuando sonó el timbre del horno, preparo la cuchilla y relleno con frambuesas y dulce de leche, le agregó un granulado que parecerían bolitas de chocolate, cubrió con el baño, y decoró con las hormiguitas blancas.
El té en lo de Amalia era las cuatro y media , pero tenía que envolver la torta y tomar el 115 para ir a su casa en Boedo.
Al golpear la puerta de entrada, la que daba justo al living, donde Amalia había preparado una mesa redonda con masas secas y las tacitas de porcelana le temblaron un poco las piernas y una gota de sudor resbalo por la nuca hasta la cintura. Con sus ojos pícaros miró por la cerradura y la vio venir con la misma pollera marrón de siempre y sus gordas caderas.
Se sentaron en el sofá y cuando ya se había comido todas las masitas como un troglodita, sacó el envoltorio de la torta lentamente. Observó que las hormiguitas estaban duras, como congeladas, pero había un algo en sus ojos que le hacía saber que no estaban muertas.
Entonces cantó en voz bien alta... y que cumplas muchos más!...
Y el viaje de vuelta en el 115 no había sido nunca tan satisfactorio.

1 comentario:

Garufita dijo...

Una mala tración de una abuelita perversa y viuda que no tiene sueños sino que usa la frambuesa como mero condimento de la muerte.
Con lo que cuesta armar un full.

Besos en su cosquilluda nariz.
(ja)